Recuerdos de lanchas y fritada

Es raro ver cómo la ciudad va cambiando su cara. Las cosas que creíamos eternas se derrumban, lo viejo da paso a lo nuevo. Pero aquello que vimos de niños vuelve a revivir por breves momentos en nuestra memoria.
Uno de los recuerdos que más atesoro es uno que incluye a mi primo Daevis. Él es casi diez años mayor que yo, y lo considero como mi hermano mayor. Por eso cuando él salía al Centro yo siempre trataba de ir con él.
Por allá en el año de 1990 yo tenía unos siete años y mi primo rozaba los diecisiete. Como de costumbre salió al Centro. Le rogué tanto a mi mamá que me dejara ir con él que finalmente accedió. En esos tiempos yo vivía en Francisco Segura y la Octava; desde ahí cogíamos un bus de color plomo y rojo (antes cada línea de bus tenía un diseño y colores diferentes) de la línea 11 que nos dejaba en Colón y Rumichaca, cerca de “El castillo”, como nosotros hasta ahora llamamos a esa edificación por su peculiar forma.
Antes de la regeneración urbana y el Malecón 2000 existían al final de la calle Colón los muelles municipales. Luego recorrimos el antiguo malecón. Algo que no ha cambiado de lugar a pesar de la regeneración es la estatua del jabalí, donada por la colonia china en Ecuador; o la Rotonda, gran símbolo enclavado en el puerto de Guayaquil.
Pero otras cosas han cambiado, puesto que nosotros llegábamos hasta la estación del tren que quedaba frente a la ESPOL, justamente donde ahora se levanta el MAAC: allí existía un pequeño puerto hecho de tablones en el cual uno podía tomar una lancha que por tan solo cincuenta sucres lo transportaba a uno hasta el malecón de Durán, nunca había viajado en barco, así que para mí era una aventura viajar en lancha, me sentía como un explorador navegando por u mar desconocido y esperando llegar a destino conocido.
Una vez que llegamos Durán mi primo y yo disfrutábamos de una deliciosa fritada con chifles, cosa que no hago desde hace mucho tiempo. Luego de servirnos la fritada con chifles en una funda de papel para despacho (parecida a la de los churos) recorríamos el malecón de Durán, luego de poco tiempo nos encontrábamos admirando el barco propiedad del club El Pedregal. Era un barco grande, blanco y elegante como uno novia el día de bodas, y en la parte de atrás tenía un motor de paletas que me recordaba a aquellos barcos que surcaban el Misisipi en las películas de vaqueros.
Luego nos dirigíamos a comprar el boleto de regreso a Guayaquil. Todavía recuerdo el aroma del río y su brisa mientras la lancha navegaba, y yo disfrutaba tratando de descubrir de dónde salían esas plantitas que de vez en cuando se acercaban al barco.
Al llegar a Guayaquil, desembarcamos y con un poco de tristeza, pero con el estomago lleno, ahora teníamos que volver a nuestro hogar. Nos dirigíamos por la calle Loja hasta llegar a Baquerizo Moreno, donde cogíamos la 11 y retornábamos a casa.
En la actualidad la única forma de ir por el río es en el Morgan, y para cruzar a Durán se puede tomar uno de los tantos colectivos color amarillo; pero siempre existirá en mi recuerdo las lanchas que me llevaban hasta las deliciosas fritadas.

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